Monday, January 25, 2021

"En Manos De La Cocinera," por Miguel de Unamuno

 En manos de la cocinera

Miguel de Unamuno

¡Gracias a Dios que iba, por fin, a concluírsele aquella vacua existencia de soltero y a entrar en una nueva vida, o más bien entrar en vida de veras! Porque el pobre Vicente no podía ya tolerar más tiempo su soledad. Desde que se le murió la madre vivía solo, con su criada. Esta, la criada, le cuidaba bien; era lista, discreta, solícita y, sin ser precisamente guapa, tenía unos ojillos que alegraban la cara, pero… No, no era aquello; así no se podía vivir.

Y la novia, Rosaura, era un encanto. Alta, recia, rubia, pisando como una diosa, con la frente cara a cara al cielo siempre. Tenía una boca que daba ganas de vivir el mirarla. Su hermosura toda era el esplendor de la salud.

Eso sí, una cosa encontró en ella Vicente que, aunque ayudaba a encenderle el deseo, le enfriaba por otra parte el amor, y era la reserva de Rosaura. Jamás logró de ella ciertas familiaridades, en el fondo inocentes, que se permiten los novios. Jamás consiguió que le diese un beso.

«Después, después que nos casemos, todos los que quieras», le decía. Y Vicente para sí: «¡Todos los que quieras!… ¿No es este un modo de desdeñarlos? ¿No es como quien dice: “Para lo que me van a costar”?…». Vicente presentía que solo valen las caricias que cuestan.

¿Le quería Rosaura? ¿Es que de veras le quería? ¡Era tan terriblemente discreta! ¡Estaba tan sobre sí! Toda su preocupación parecía no ser otra que la de hacerse valer, la de hacerse respetar. Y a ello parece le movían más aun los consejos de su madre, de la futura suegra de Vicente, una matrona insoportable con sus pretensiones aristocráticas. Delante de la buena señora no se podía hablar de las dos terceras partes de las cosas de que merece hablarse; delante de ella no se les podía llamar a las enfermedades por su nombre. Y era ella, sin duda; era aquella madre profesional la que decía a Rosaura: «Hija mía, hazte respetar». Ella, por su parte, pareció no haber conocido sino el respeto de su marido, del padre de Rosaura, que se murió de aburrimiento.

¿Le quería Rosaura? Pero… ¡era tan hermosa! Con brillar tanto sus ojos, brillaban más aún sus labios, aquellos labios de color encendido y frescos que daban ganas da respirar más fuerte y más hondo a quien los miraba.

Estaba ya encima el día de la boda. Ignacia, la criada, le había dicho a Vicente:

-Señorito, aunque usted se case, yo seguiré en la casa…

-¡Pues no faltaba más, Ignacia!

-Pero, ¿y si la señorita quiere traer otra?…

-No, no lo querrá.

-Qué sé yo…

Y la pobre chica se quedó pensando que no habría de ser compatible con aquella señorita tan aseñoritada.

Todo estaba dispuesto para el día de la boda, cuando he aquí que la víspera se cae Vicente del caballo y se rompe una pierna. El médico dijo que no podía levantarse lo menos en un mes.

En casa de la novia el accidente causó irritación. ¡Ahora que estaba dispuesto ya todo, hecho todo el gasto! -exclamaba la señora.

-La cosa es bien sencilla -dijo el padrino de Vicente-; va la novia a casa del novio y se casan allí…

-¿Cómo? -exclamó la señora-. ¿Estando él en cama?

-Naturalmente; no veo dificultad alguna en que se verifique una boda hallándose acostado uno de los contrayentes. Pueden muy bien darse las manos y los votos. Y como la muchacha ha de quedarse luego allí…

-Mi hija no va a casarse a casa del novio, y menos hallándose él en cama y con la pierna rota…

Rosaura pensaba en tanto que acaso su novio se quedase cojo para siempre.

El pobre Vicente sufrió más aún que con la rotura de su pierna con la conducta de su prometida. Fue a visitarle, sí, pero como por compromiso. Esperaba que hubiese accedido a que se casaran desde luego, o que, por lo mismo, hubiese ido a servirle de enfermera. Y así se lo insinuó.

-¡De enfermera! -exclamó la señora madre-, ¡pero ese hombre está loco! ¿Qué idea tendrá de mi hija? Ir una muchacha soltera a cuidar a un soltero, aunque sea su novio formal y en las condiciones de este, que se ha roto una pierna. ¡Qué indelicadeza de sentimientos!… En fin, hay cosas que si no se maman…

No le quedó al pobre Vicente otro recurso y otro consuelo que la pobre Ignacia. La chica redoblaba de solicitud y de cariño. Hacíale curas y se las hacía con una casta serenidad, como una sacerdotisa. Vicente procuraba no quejarse. Y de hecho, cuando la pobre criada le renovaba los vendajes o le arreglaba la postura de la pierna, no parecían sus manos ni aun manos de mujer, sino alas de ángel por lo suaves.

-Qué largo va esto, Ignacia…

-Tenga paciencia, señorito, que dice el médico que ha de quedar como nuevo, sin cojera alguna, y la señorita Rosaura le espera…

-Me espera…, me espera…

-Ayer la volví a encontrar y me estuvo preguntando con mucha solicitud por usted…

-Preguntando…, preguntando…

La curación fue más rápida de lo que los médicos habían supuesto. Muy pronto pudo levantarse Vicente; apoyado en un fuerte bastón, y dar algunos pasos por la casa. Y mandó decir que estaba dispuesto a acudir así a la iglesia, a casarse. La futura suegra le contestó que no había prisa, que era mejor esperar a que estuviese repuesto del todo.

Por fin, se fijó para un nuevo plazo la boda. Los médicos aseguraban que para entonces Vicente andaría solo, sin bastón y como antes del accidente. Pero el pobre hombre se sentía triste. Aparecíasele la boda como un sacrificio. Era hombre de palabra.

Tres días antes del nuevo señalado para el sacrificio se le presentó Ignacia, y toda confusa, ruborosa, como nunca la había visto, y le dijo:

-Señorito, siento tener que decirle…

-¿Qué?

-Que yo me voy de la casa -y se echó a llorar.

-¿Cómo que te vas?

-Sí; como el señorito va a casarse…

-¿Pero no quedamos en que te quedarías tú de criada nuestra?

-Quedamos, sí, en eso usted y yo; pero no ella, no la señorita…

-¿Qué? ¿Te ha dicho algo?

-No, no me ha dicho nada; pero sé de fijo que no podremos estar mucho tiempo juntas…

-¿Y por qué?

-Porque le he cuidado yo al señorito en su enfermedad, yo y no ella…

-¿Y eso qué tiene que ver?

-Sí, tiene que ver. Yo sé lo que me digo. Ella, una señorita, y una señorita que se iba a casar con usted, de quien está usted enamorado, ella no podía… no debía venir a cuidarle, mientras que yo…

-Sí, tú eres la criada.i

-Eso.

Bajó la cabeza, ensombreciéndosele, Vicente, y al poco rato la levantó, fijó sus ojos claros en los ojos claros de su criada, y lentamente le dijo:

-Tienes razón, Ignacia; comprendo tus razones, o mejor, tus sentimientos, y participo de tus temores. Mi novia, mi futura esposa y tú seréis incompatibles en esta casa. Aunque no fuese más te echaría su señora madre, la de la delicadeza de sentimientos. Y tienes razón; ella, la que se hizo respetar, no pudo, no debió venir a cuidarme; eso era menester tuyo, de la criada. Y tú lo has cumplido con una devoción que no sé si encontraré en ella cuándo… sea mi mujer. Sois incompatibles, y como yo no quiero separarme de mi enfermera, renuncio a ella, a Rosaura, y me caso, pero… contigo… ¿Lo quieres?

La pobre chica se echó a llorar.

Y se casó Vicente; pero se casó con su enfermera, con la que nunca soñó en hacerse respetar. Y no soñó en ello por respeto al amor, al grande y callado amor a su amo, a aquel amor sencillo y recogido, que hizo de sus manos de fregadora alas de ángel para manejar como con plumas la pierna rota de su amo.

Y la señora madre de Rosaura, la exfutura suegra de Vicente, se quedó diciendo a su hija por vía de consuelo:

-No has perdido nada, hija mía; siempre sospeché de la ordinariez de sentimientos y de gustos de ese sujeto…

FIN

Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 1912

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